En la costa central de Chile, por ahí entre Algarrobo y San Antonio, vivía una bandada de pelícanos que se habían acostumbrado a la buena vida de empacharse con los restos de pescado de las caletas de pescadores y ya casi se habían olvidado de como pescar.

Entre ellos había uno que era particularmente glotón; era tan gordo y tan grande que ya casi no podía sostenerse mucho tiempo en el aire. En vez de ese precioso vuelo que los pelícanos muestran, planeando majestuosos e imponentes en las corrientes de aire, casi como una escuadrilla de aviones de combate, él debía pasar todo el tiempo aleteando para compensar el gran peso que lo arrastraba hacia el borde de las olas. Además, a cada rato tenía que parar a descansar porque sus músculos no lograban durar mucho tiempo sosteniendo esa cantidad de grasa y plumas mojadas que él tenía.

Pasó un día que, entre tanta parada y aleteos, se quedó muy atrás de su grupo y tanto estuvo buscándolos que quedó muerto de cansancio, buscó la primera roca que pudiera sostenerlo y sin quererlo, se quedó dormido.

Mientras él descansaba feliz, acurrucado en unos cochayuyos secos, el tiempo empezó a cambiar. El cielo se puso gris como el acero y el mar se encabritó en olas coronadas de melena blanca. El viento cambió al norte y soplaba cada vez con más fuerza. El día se puso oscuro, casi como si hubiera caído una noche anticipada. Era uno de esos temporales de otoño que llegan tan rápido a la costa acompañados de lluvias y marejadas.

Cuando las olas empezaron a romper en su cabeza, el pelícano se despertó sobresaltado y rápidamente abrió sus alas y levantó el vuelo. Era tan potente el ventarrón que la debilitada y pesada ave fue derivando cada vez más hacia el sur, hasta pasar mucho más allá de las playas de Santo Domingo. Aleteaba y aleteaba, pero no podía evitar que el viento lo arrastrara cada vez más lejos de la zona que él conocía. Cada vez estaba más agotado, ya casi resignado a dejarse caer al mar y abandonar toda esperanza de seguir luchando.

Cuando estaba al límite de su resistencia, vio unos roqueríos en la desembocadura del río Rapel que, con unos retorcidos, pero resistentes pinos marinos que podrían darle un poco de refugio. Ahí mismo decidió refugiarse y tratar de capear el temporal. Se afirmó, como pudo, de unas ramas y se armó de paciencia para esperar que pasara la tormenta.

A la madrugada siguiente despertó en un día frío pero despejado. Todavía soplaba el viento y el mar continuaba agitado, pero todo estaba mucho más calmado. Abrió sus alas para secarlas con el calor del ese sol matinal y se dedicó a observar los alrededores tratando de ubicar dónde podría encontrarse. Era una costa totalmente desconocida para él; muy distinta a las playas y caletas que conocía, ahí abundaban los roqueríos y el mar azotaba las piedras llenas de algas y yuyos. El aire estaba lleno de Gaviotas, Gaviotines y Piqueros que hacían un gran escándalo mientras se arrojaban al agua para sacar alguna sardina o jurel pequeño. Al ver todas esas bandadas pescando, se dio cuenta que estaba muerto de hambre; las miraba envidioso porque hacía tanto tiempo que no pescaba que sentía que se había olvidado de cómo hacerlo.

Trató de convencerlas de que compartieran con él alguna de sus capturas, pero ellas no estaban dispuestas a regalar el fruto de sus trabajos y riesgos con un pelícano gordo y flojo que no hacía más que mirarlas y pedirles favores. A medida que pasaban los días, y comiendo los pocos restos de comida de otros, el pelícano fue poniéndose cada vez más flaco y débil, era casi un esqueleto con plumas y un pico gigante. Ya casi no se atrevía a emprender el vuelo por miedo a no tener la fuerza para volver.

Un día que estaba cabizbajo, vio una gran sombra que descendía a su lado. Miró tímidamente y contempló una fuerte y lustrosa pelicana joven que aterrizó a su lado y lo miraba con extrañeza. Ella le preguntó qué le pasaba y él le relató todas sus desventuras desde que lo había atrapado el temporal y de cómo había estado alimentándose de restos y basuras hasta llegar a lamentable estado en que se encontraba. Ella lo miraba con cara de incredulidad sin poder entender como un pelícano adulto y sano podía haber llegado a un estado tan lamentable en una zona llena de buenos peces y jaibas.

Avergonzado, él le relató cómo era su vida anterior. Le contó de las caletas de pescadores llenas de comida por la que no había que hacer más esfuerzo que asegurarse que otros no se la robaran. Le dijo que se había acostumbrado a esa vida fácil y que se había convertido en el más gordo y astuto de su bandada, pero también lo difícil que había llegado a ser el poder seguir el ritmo de vuelo de los otros y del esfuerzo que le significaba despegar de la playa y volar unos cuantos metros.

Algo en el tono del su relato, hizo que ella se compadeciera de este penoso espécimen y le propuso un trato. Ella lo ayudaría a volver a ser un verdadero pelícano, uno orgulloso de sus éxitos como pescador y de la belleza de sus planeos por la costa. Le propuso apoyarlo con alimentos, pero sólo si se comprometía, de verdad, a acompañarla en sus vuelos de pesca e hiciera sus mejores esfuerzos por ayudarla.

Poco a poco, él fue avanzando. Sus músculos y alas fueron recuperando la fuerza que tenía cuando mucho más joven; se despertaron instintos que habían estado dormidos en alguna parte de su memoria; recordó el placer de volar horas siguiendo las corrientes de aire de la costa y la adrenalina de una buena zambullida en la resaca de las olas.

Hasta que un día ella le dijo que estaba listo para volver a sus costas conocidas. Él estuvo muchas horas pensativo. Era atractivo el pensar el volver a la vida fácil pero también era bueno el sentirse orgulloso de volver a ser un pelícano salvaje y digno y no una especie de mendigo de los pescadores humanos. Finalmente, la naturaleza fue más sabia y él decidió quedarse con ella y construir una bandada nueva de pescadores de sardinas y planeadores de orilla.

PNB