UN ZORRO MAÑOSO

Hace algún tiempo, cerca de la granja donde vivo, una zorra parió una camada de tres pequeños zorritos. Eran dos pequeñas hembras muy juguetonas, que pasaban todo el día corriendo y pillándose entre ellas o saltando para tratar de capturar cualquier mariposa o bichito que se pusiera al alcance de sus afanes cazadores. El cachorro macho, sin embargo, era terriblemente regalón de su mamá; siguió mamando su leche hasta muy crecido y sólo comía lo mejor de lo que ella traía de sus cacerías. No mostraba el más mínimo interés en aprender a cazar y sólo disfrutaba tomando el sol y dormitando mientras esperaba el regreso de su madre.

Con el tiempo, como es natural en todos los animales, la zorra fue ocupándose cada vez menos de sus crías para lograr que ellas se independizaran y le permitieran a ella volver a buscar un macho con el que juntarse para volver a tener más hijos.

Pero el zorrito se negaba a partir, sus hermanas ya pasaban muchos días lejos de la madriguera pero él seguía tomando sol y esperando que su mamá lo alimentara con regularidad; hasta se atrevía a alegar cuando ella tardaba mucho en volver.

Sin embargo, todo plazo llega a su fin. La madre zorra volvió a quedar preñada y decidió que era el momento de echar a su flojo hijo de la guarida. Sin perder el tiempo, cuando él se acercó a pedir su comida, ella lo alejó con un gruñido fiero, cuando él insistió, le dio un buen mordisco en la cola y el zorrito haragán salió corriendo muy amargado.

Como pudo, buscó refugio entre las ramas de un árbol caído y se recostó a llorar amargamente lo que él veía como la injusticia de su cruel madre. Mientras pasaba el tiempo lamentándose, empezó a sentir cada vez más hambre; se acordaba de los apetitosos bocados que le daban y sus tripas gruñían desesperadas. Como él pensaba que era un zorro muy astuto, decidió salir de caza; pero todo ese tiempo perdido flojeando no le había enseñado qué es lo que tenía que hacer para acechar y capturar alguna presa.

La primera vez que trató con un pajarito, su cola se enredó en unas ramas y no pudo saltar. En otra ocasión, pisó una rama seca y el ratón que quería comerse salió corriendo al escuchar el ruido. Así, cada vez que trataba de lograr algún éxito, algo le pasaba que no podía cazar nada. Con desesperación aprendió a escarbar algún árbol podrido para comerse los asquerosos gusanos de tebo, que eran malos pero servían para calmar sus tripas angustiadas; a veces, lengüeteaba un camino de hormigas y comía una cena muy picante y poco apetitosa.

Un día, mientras recorría el límite del bosque, escuchó un extraño ruido que venía desde el otro lado de unos alambres. Silenciosamente, se acercó, miró por debajo de la reja y vio un panorama maravilloso.

Encerradas en un corral estrecho, había un montón de aves gordas y apetitosas. Se dio cuenta que apenas si podían volar y que se pasaban todo el tiempo picoteando dentro de un barril cortado. Además hacían un ruido infernal que podría tapar todos los errores que él cometía cazando.  Decidió esperar a que oscureciera y caminando muy agachado se acercó a la reja del corral; hizo un hoyo por debajo y se metió corriendo adentro del gallinero, rápidamente agarró por el cogote la primera gallina que pilló y salió hecho una bala del corral, sin parar hasta llegar al bosque.

Ahí se dio el banquete de su vida. Se comió toda la carne, masticó cada uno de los huesos y lo único que dejó fue un montón de plumas sucias. Después de tan suculenta comida, durmió como no lo hacía desde cachorro y al día siguiente descansó en el sol, satisfecho y contento.

Así siguió mucho tiempo, dedicado a robarse una gallina cada pocos días cada vez que tenía hambre. Engordó y se pasaba muchas horas acicalando su pelaje rojizo y admirando la punta blanca de su cola. Pero esta vida de ladrón no podía ser eterna.

El dueño de la granja, aburrido de que sus gallinas desaparecieran, decidió comprarse un perro guardián para que cuidara en las noches. Este era un animal grande, feo y de pelaje negro. Tenía muy mal humor y se tomaba muy en serio su papel de vigilante y defensor del gallinero.

Un par de noches más tarde, cuando el zorro volvió a colarse bajo la reja, el perro lo estaba esperando. Apenas el raposo terminaba de pasar, vio que se le venía encima gruñendo, un monstruo lleno de pelos y colmillos. El zorrito giró raudo para devolverse por el hoyo por el que había entrado pero sintió que lo agarraban de la cola y lo tiraban con fuerza hacia atrás. El perro empezó a zarandearlo de un lado a otro hasta que, con un mordisco le arrancó la punta de la cola, escupiendo los pelos, nuevamente se fue encima del ladrón de gallinas, esta vez con la intención de tomarlo del cuello y terminar con él; pero el zorrito, que aunque torpe para cazar sí tenía la agilidad de su raza, logró zafarse y escapar corriendo hacia el bosque.

Aterrorizado, se escondió en su árbol viejo y pasó toda la noche temblando de susto y de dolor por su cola adolorida. A la mañana siguiente, salió tímidamente al sol y contempló un espectáculo terrible. Tenía toda su piel mordisqueada, le faltaban mechones de pelos y su cola había perdido esa punta blanca que tanto le gustaba. Además estaba hambriento y trasnochado. Había perdido su fuente de alimentos y tenía pánico de tener que volver a comer bichos y gusanos.

Así estaba lamentándose cuando apareció una de sus hermanas; lo vio triste y abatido y se acercó a saludarlo y preguntarle qué le había pasado. El zorrito le contó sus dramas de cazador frustrado, su descubrimiento de las gallinas y su pelea con el perro guardián; desesperado, le pidió si podía darle algo de comer. Su hermana lo miró y le dijo que iba a hacer algo mejor, le iba a enseñar a cazar. Le dijo que la acompañara.

El zorro hambriento aceptó a regañadientes la propuesta de su hermana. Él la siguió imitando todos sus movimientos; si ella se agachaba, él lo hacía; si ella reptaba, él la imitaba. De repente, la zorrita se quedó absolutamente inmóvil, él casi choca con ella pero logró parar a tiempo. Con gestos ella le mostró un ratón que comía sin percatarse del peligro. Su hermana encogió sus patas y dio un gran salto, cuando él saltó vio que ella tenía al ratón firmemente apretado en sus mandíbulas. Las cuando ya estuvo listo, lo dejó en el suelo para compartirlo con él. El zorrito mañoso lo probó y casi lo escupe, ¡era mucho más malo que las tiernas gallinas a las que estaba acostumbrado! Pero el hambre le ganó y se comió toda su parte.

Así los hermanos pasaron un buen tiempo juntos. La hembra nunca dejó que él comiera sin, al menos haber colaborado en la caza. Poco a poco él aprendió los trucos de su hermana y se fue acostumbrando a la comida que el bosque le daba. Cuando por fin se separaron, el zorrito ya era un cazador competente y su cola sin punta blanca terminó ayudándolo no solo a cazar sino a conseguir pareja cada año.

Cuando ya era un zorro viejo siempre se acordaba y le contaba a sus cachorros como el camino fácil de robar casi le había costado la vida y que le daba gracias a su hermana el haberle enseñado a cazar y no sólo haberlo alimentado.

PNB 2015