CUMPLEAÑOS Y FIESTAS

Una cosa que siempre será importante, son las celebraciones de cumpleaños. Cuando chico, el lugar habitual para hacer mis cumpleaños era en El Refugio, ahí en Viña del Mar Alto.

A diferencia de hoy, en esa época era en la casa donde había que preparar todo. Cómo a mi abuela le gustaba mucho la repostería, las tortas me las hacía ella. Eran tortas más simples, bizcochuelo con crema y duraznos o piñas, selva negra con mermelada de guindas o mi favorita, torta de moka, una crema de café y mantequilla, con nueces y en un bizcochuelo bañadito con un poco de ron.

También había sándwiches en pan de molde, cortado en triángulo y sin orillas. Encima, pasta de huevo duro y mayonesa, o jamón y pepinillos, o quesillo y ciboulette. Los menos apetitosos eran los de queso, porque al poco rato el queso se curvaba y el pan quedaba más seco que empanada de talco. En las cosas dulces, las tradicionales bolitas de nuez y leche condensada y las naranjitas rellenas de gelatina de colores. Aparecían también los primeros chis-pop o las papas fritas compradas. Todo esto en mesas adornadas con manteles de plástico, serpentinas de papel y globos. Los platos y vasos, de cartón.

Los invitados empezaban a llegar y rápidamente se organizaban las primeras pichangas, con pelotas de plástico o goma, porque una de cuero era algo a lo que uno aspiraba como gran regalo y la cuidaba como hueso de santo. En ese lugar, abundaban los eucaliptus y sauces y más de alguna vez fuimos Tarzán colgándonos de las largas ramas de estos últimos. No faltaba el que calculaba mal su peso y por agarrar pocas, se pegaba un potazo gigante que lo dejaba adolorido y con un bonito raspón en los jeans Rummel. La conclusión era un montón de niños cochinos, transpirados, llenos de tierra y con la ropa en distintos estados de destrucción; pero felices. Correr a tomarse una bebida, de esas de botella chica de vidrio y que explotaban cuando le echabas una piedrita adentro. Al venir a buscarlos, los padres oscilaban entre el agradecimiento por recibir a sus hijos en tal estado de agotamiento que era probable que se durmieran en el auto y que el desgaste de energía les duraría por un par de días más; pero también espantados de ver el estado en que habían quedado esos niños arregladitos y peinados que habían entregado unas horas antes.

Después empezaron las fiestas; en las primeras la luz siempre estaba encendida (la mayor consideración a un ambiente fiestero era poner en las lámparas alguna ampolleta pintada de verde o rojo) y aunque la música saliera de los discos en el pick-up, todos nos demorábamos un buen rato en animarnos a sacar a bailar a alguna de las niñas. Un largo rato de mirarse, refugiados a ambos lados del living al que le habían sacado las alfombras. Alguna visita a la mesa para robarse una papa frita o tomarse un vaso de Bilz. De repente aparecía algún valiente que se decidía a cruzar esa tierra de nadie e invitar a la que más le gustaba. Ahí empezaban los murmullos y exclamaciones. A veces, la depositaria del convite se refugiaba entre sus amigas, buscando su aprobación o escondiendo su vergüenza de ser la primera en la pista. Más efectivo era ponerse de acuerdo con tus mejores amigos y atreverse en grupo a tratar de separar a algunas del grupo de seguridad. Pero al final, casi todos terminábamos bailando al sonido de Los Náufragos y su Pequeña Langosta. Quizás para los de los colegios mixtos esto era más fácil porque estaban acostumbrados a convivir con compañeras de curso, pero para los que estábamos en colegio de puros hombres era una tarea más compleja. Una cosa curiosa es ver que, aunque por razones distintas, ese comportamiento de agruparse por género se repite hoy en las reuniones de casados. Quizás será una reminiscencia del pasado o que el círculo se termina cerrando.

Como las fiestas empezaban y terminaban temprano, los que tenían la mala suerte de festejarse en verano, debían recurrir a cerrar cortinas y persianas para tratar de lograr un ambiente más “de grandes” y que no pareciera un cumpleaños de cabros chicos pero con mujeres.

Pero poco a poco nos fuimos acostumbrando y, con grupos más conocidos, empezaban los primeros pololeos. Como yo tenía una hermana un año menor, obviamente mis primera amigas y pololas fueron sus compañeras de curso, pero eran pololeos bastante inocentes; tomarse la mano, ir juntos al cine, encontrarse en misa o darse algún “piquito” al que sentíamos como verdaderos besos.

La música empezó a ser importada y los casettes y equipos de música reemplazaron a los discos, se podía también poner algunas de las radios que tocaban música de fiestas, pero estando dispuestos a soportar las pifias cuando salieran la inevitables frases como “Concierto ¡discoteque!” o “In-finita”.

Un evento especial, era cuando alguna amiga celebraba una “fiesta de 15 años”. Este era un evento mucho más complejo, en el que los hombres estrenaban las primeras chaquetas y corbatas y las mujeres sus primeros vestidos de fiesta (habitualmente largos y blancos). El ser invitado a una de estas celebraciones era un honor y un reconocimiento de que eras un miembro del sistema social.

A medida que fuimos creciendo empezaron las fiestas de colegios, en algún club, el Sporting o la Casa Italia. Estas eran habitualmente pagadas para reunir fondos para una u otra cosa y no faltaba el que contrabandeaba algún trago o un cigarro. Después, ya con algún auto disponible, vinieron las Discos y los carretes universitarios. Los asados y guitarreos, pero eso es otro tema y que se parece mucho más a lo que hacen mis hijos ahora, aunque con otros horarios.

Pero lo entretenido es recordar esas celebraciones más inocentes que tuvimos cuando fuimos pasando de niños a adolescentes.

PNB 2013