OTOÑO

Siempre he sentido una especial atracción por los colores de la luz. Cada estación del año tiene su luminosidad particular y cada una de ellas está pintada en distintos tonos.

Los amaneceres de primavera, con sus tonos rosados y amarillo pálido que son casi femeninos, como si la naturaleza se mostrara en su rol más de madre, anticipando la explosión de nacimiento que ella trae. Una luz suave, acogedora, maternal. Una luz que canta con el sonido de las aves recién nacidas; con el verde intenso de las hojas nuevas; con la explosión de colores de las flores recién despertadas. Es una luz de inicio de ese largo día de doce meses que recién está despertando.

Las tardes de verano, rojas, intensas. Que bañan todo con una manta cálida que dura muchas horas. Un abrazo cálido que suaviza el calor intenso. Un baño que enciende los colores de todo lo que toca. Es como si la naturaleza quisiera usar esa luz para mostrarse en su mayor gloria. Es una época de adultez, de crecimiento; de hojas fuertes y frutas gordas. De niños grandes y adultos sabios. De sentarse a contemplar, a disfrutar el mundo con su hambre satisfecha. Es una sobremesa del planeta en que ya todo está listo y que se desliza suave y lentamente hacia un descanso merecido y tranquilo.

Los días del invierno son grises y duros. Azules de acero afilado. Inquietos y exigentes, son días cortos, demandantes. Son los días de una naturaleza ya anciana, que lo ha dado todo y que siente que el tiempo ya le respira en el cuello. Cuando nos premia con el sol, es un premio egoísta; brilla pero no calienta. Es una luz que nos engaña y de la cual tratamos de huir. Son colores para verlos a través de una ventana, refugiados como intentando escondernos de la realidad dura de unas pocas horas de una claridad mentirosa que no acoge.

Para mí, lo más bello es la luz del otoño. Quizás por ser hijo de Mayo o por estar ya un poco más allá de los 50, esta es la época del año que más me gusta. Ese sol reflejado en un paisaje de hojas rojas y amarillas, de árboles a medio desvestir. De amaneceres y atardeceres fríos y tardes templadas. De días y noches que duran lo mismo, que no compiten sino que se ayudan, que se persiguen unos a otros como jugando igual que el viento que juega con las hojas en el suelo. Es una mezcla de soles y nubes, de celestes y blancos; de lluvias cortas que lavan las calles de la ciudad y limpian árboles y techos del polvo del verano, seguidas de días tibios que abrigan. El otoño es una estación madura, que todavía nos premia de manzanas dulces y trigos maduros, pero sin la exuberancia las ciruelas del verano recién terminado ni la acidez de las naranjas de invierno que luego va a llegar.

Es la época de guardar, de secar el maíz, de recoger las semillas que se usaran en la infantil primavera. Es un período de revisar y planear. De ver qué fue lo que recogimos y cómo lo guardaremos para el frío que se acerca. De ver cómo los que sembramos en nuestra primavera y ayudamos a crecer en nuestro verano están preparados para enfrentarse a sus propias primaveras y veranos. Es un período de cambio, de transitar desde la explosión de productividad estival hacia el descanso invernal.

Es el atardecer del año, lejos de la infantil mañana de la primavera, saliendo de la frenética actividad de mediodía pero sin llegar todavía a la calma de la noche. Es el momento de las largas caminatas por la orilla de la playa y conversaciones al calor de un buen café. De mirar la puesta de sol que se esconde en una explosión de rojos y naranjas en el horizonte del mar y juntarse a preparar la comida con lo que ya hemos recogido.

El otoño es quizás la estación del año que menos alharaca hace, sin embargo es el período más grato. Es cuando la madre naturaleza se puede regocijar de aquello que ya produjo, puede terminar de producir lo que le falta y terminar de preparar lo que va a necesitar para enfrentarse al descanso ganado.

PNB