UN DOMINGO CUALQUIERA

Una cosa que nos caracterizaba a muchos viñamarinos eran los domingos. Para muchos de nosotros casi siempre partía con la misa, para unos los Carmelitas, otros a la Parroquia y en mi caso, la misa de doce en los Padres. A la salida, mientras la Loca Eliana nos pedía plata y nos tapaba a insultos, caminábamos hacia el puente Quinta para ir a la Calle Valparaíso.

              Porque, como éramos un poco pueblo chico, no necesitábamos grandes malls o multicines. Teníamos nuestro propio centro comercial abierto. Cinco cuadras en que podíamos encontrar todo lo que necesitáramos y con tiendas con nombres y dueños. Aunque la norma decía otra cosa, para nosotros la calle partía en la esquina de la plaza y avanzaba hacia el Cerro Castillo.

              Desde los pasteles de Cevasco y los berlines de Lagomarsino, pasando por los helados del Timbao o La Triestina, avanzabas en medio de lugares en que te conocían por el nombre. Las galletas del Tip Top, la farmacia Ewertz, la confitería de los Comas, la Sastrería Inglesa para los papás y Kosa’s para los más jóvenes (o a mirar una tenida bien ochentera en Ferouch), la panadería Viale de los Olfos en que podías pedir que te cortaran el pan de molde en rebanadas con una especie de serrucho múltiple que me impresionaba mucho cuando niño. Las cecinas de Obermöller y el supermercado de los Ayarza, con su vecina la gelatería de los Mery, etc. Viña tenía ese encanto de las ciudades chicas, pero lo teníamos todo.

              Hace poco leí que se había cerrado el Samoiedo, víctima de una historia que ya no podía seguir sosteniéndose. Porque esa ciudad que conocí, hoy es muy diferente. Muchos de mi generación tuvimos que emigrar para buscar mejores trabajos y los que se quedaron se fueron yendo cada vez más hacia el norte. Reñaca, Los Pinos, Con Con están lejos del centro y ya no puedes llegar caminando.

Pero, en esos años, el Samoiedo era el centro del centro, el Samoiedo grande para los mayores, con sus Pisco Sour y las empanadas (más de alguna vez pecando con esas de pino en masa de hoja) y el Samoiedo chico, a unos metros en la Galería Florida, de café cortado o Coca Cola para nosotros. Los mozos tenían cara y nombre y tú también los tenías. Era sentarse a conversar con los amigos, o con la polola, o a compartir un pucho caldeado con todos ellos. Ese era el centro de reunión para comentar las peripecias de la noche anterior y planificar la tarde de lo que quedaba de fin de semana.

              Esos domingos de Viña eran muy nuestros. Pueblo chico con cara de grande; para el invierno teníamos hasta 3 teatros para ver las películas que llegaban muchos meses después de sus estrenos en el mundo. Ya llegando la primavera y en esa parte del verano en que todavía no nos invadían teníamos la playa. Pero todo eso era en la tarde, probablemente después de un almuerzo con la familia. En el final de la mañana de un domingo viñamarino cualquiera, el ritual casi obligado era la Calle Valparaíso y el Samoiedo.

PNB 2015