HACE SEIS MESES

Hace seis meses, el mundo era normal. Veníamos saliendo de una de las Fiestas Patrias más largas desde hacía mucho tiempo; las discusiones eran respecto a la ecología y el medio ambiente, estábamos o no preparados para la COP y si el crecimiento económico iba a ser mayor o menor. Si los impuestos estaban bien o mal.

Hace seis meses, mis hijos menores se preparaban para cerrar el año y dar la PSU en noviembre; los papás trabajábamos en la organización de graduaciones y fiestas finales. Mi hijo universitario estaba llegando al final de su etapa académica, le faltaban un par de pruebas o exámenes y cerraba esa etapa para pasar a la práctica y la memoria.

Hace seis meses, en la empresa la preocupación era cuales serían los resultados de fin de año, el crecimiento y las acciones que debían hacerse para subir la rentabilidad en un año económicamente apretado.

Hace seis meses, la corporación del Grupo Scout Stella Maris seguía buscando un lugar de campamento de verano que fuera tan espectacular como el del año anterior.

Hace seis meses, el gobierno y la oposición seguían peleando y discutiendo por los mismos temas que nuestros políticos llevaban peleando y discutiendo desde hacía más de 20 años. Los jueces estaban más preocupados de los retiros y sucesiones, que de si los delincuentes de verdad seguían o no saliendo a la calle cada vez que llegaban a su estrado. Los carabineros lograban mantener una imagen razonable a pesar de los escándalos de corrupción. Entre las fuerzas armadas, el problema era si tal o cual comandante en jefe había gastado más o menos plata en algún viaje o casa.

Hace seis meses, la gente trabajaba, estudiaba, compraba, salía a la calle, carreteaba y festejaba.

Y todo parecía normal.

Pero, vino esa “pequeña” alza de $30 en el pasaje del metro de Santiago y todo ese país “normal” explotó en un movimiento, para muchos incomprensible. Como decían las consignas, no eran 30 pesos, eran 30 años.

Ese país “normal” no era tan normal.

Profundas diferencias y desigualdades se venían acentuando desde hacía mucho tiempo. La gran mayoría de las familias de la “clase media” venían sistemáticamente perdiendo su calidad de vida. Esos, que no están entre los que reciben todo tipo de apoyos del estado ni entre los que reciben el beneficio del crecimiento económico, estaban llegando al punto de saturación en la frustración. La realidad de la calidad de vida y salud; la extremada diferencia en la educación recibida; la bicicleta angustiante del constante endeudamiento para seguir viviendo en condiciones parecidas en un mundo que era cada vez menos optimista en lo económico y en el que el empleo y el aumento de ingresos ya no eran una “garantía”; la delincuencia y el narcotráfico, a quienes nadie parecía saber cómo ganarle; la patente inseguridad de ver acercarse la vejez sin poder tener la tranquilidad de una jubilación digna, a veces ni siquiera suficiente para sobrevivir. Estos y muchos otros temas de desigualdad, maltrato o abuso transformaron la frustración en rabia.

Y el país estalló. Estalló, inicialmente, en la quema de unas estaciones de metro o saqueo de tiendas; yo creo que el inicio del 18-O tiene todas las características de un tema organizado y planificado, pero no siento que eso sea el real estallido. Sobre todo, estalló en millones de personas que salieron a decir “basta”, esta forma no da para más, necesitamos algo distinto, un estado que regule, que proteja, que no aplaste ni coarte la libertad, pero persiga el abuso y libertinaje. Que tenga instituciones que sean de todos y para todos. Que los políticos no gobiernen “por el pueblo, para el pueblo, pero sin el pueblo”. Que empresas, sindicatos, organizaciones construyan un bienestar que beneficie a todos, no sólo a sus dueños y dirigentes. Que academias y profesores sepan que ese derecho a una buena educación es una obligación de ellos y un derecho de los estudiantes y no al revés. Que quién tenga o reciba un privilegio, está obligado a dar todo su esfuerzo para ser digno de él retribuyendo a la sociedad de quienes no lo tienen o disfrutan.

Y lo notable y complejo de este “estallido” es que no tuvo líderes políticos, gremiales, sindicales o empresariales que lo gobernaran. Era la calle, millones de personas anónimas, quienes pedían otra forma de hacer las cosas.

Muchos trataron de apoderarse de él para sus propios fines o ideologías, pero todos iban siendo bajados del pedestal.

Muchos sufrieron mucho con el proceso. La vida de todos se alteró. Grandes y pequeños; viejos y jóvenes; pobres y ricos; mujeres y hombres; influyentes y desconocidos; privilegiados y desprotegidos.

El cambio y el crecimiento son dolorosos. La adaptación a una nueva realidad no es fácil. La dicotomía entre quererlo todo y entender qué es posible obtener es muy compleja.

Todo el final del año fue muy complejo. Fiestas, pruebas de ingreso a la universidad, vacaciones, etc. estuvieron marcados con el fantasma de la incertidumbre, el temor y la angustia de no saber qué podría pasar. Se construyó toda una mitología respecto a una “Nueva Constitución” que lograría resolver “todos” los problemas de “todos”. En abril las cosas iban a cambiar para siempre.

Lo que nadie sabía, es que esa mitología estaba correcta, pero por razones totalmente distintas.

Desde finales del año anterior, en el mundo se había empezado a hablar de un virus que estaba atacando a los chinos. Ya habíamos tenido estas cosas dos o tres veces en los últimos veinte años y ninguna de las personas comunes y corrientes, le hicieron mucho caso. Pero el problema fue creciendo y el virus se fue expandiendo hasta convertirse en una “pandemia”, una enfermedad contagiosa y mortal que no respetó fronteras ni tratados internacionales. En occidente, los países y presidentes que no se la tomaron en serio, han pagado un altísimo precio en vidas humanas. Economías ricas y pobres han sido atacadas por igual. Y el mundo se ha ido paralizando, ha ido teniendo que encerrarse en sus casas, no por razones políticas ni económicas, sino por supervivencia.

Y acá en Chile pasa lo mismo. El estallido social, el calentamiento global, la constitución, todo está en “barbecho”. Estamos encerrados en las casas tratando de sobrevivir. La educación a distancia es igualmente mala para alumnos y profesores. La incertidumbre económica es igual para empresarios y trabajadores. Hoy es más importante el basurero que el empresario; la cajera del supermercado o farmacia que el alto ejecutivo. Médicos, enfermeras y auxiliares de salud son los héroes protagonistas de la batalla. Carabineros, policías y soldados son quienes cuidan las fronteras y esos que no respetan cuarentenas o restricciones son los criminales.

Sin haberlo buscado, hemos tenido que volver a “vivir en familia”. Hemos tenido que volver a pensar en comprar lo que necesito, no lo que quiero. Hemos tenido que volver a ser responsables, cuidadosos, respetuosos, prudentes. El “barrio alto” mira con envidia a las zonas en que la gente puede (no debe, pero puede) salir a la calle; viajes al extranjero y carretes le pasaron la cuenta a quienes podían hacerlo, son los más contagiados, ergo los más contagiosos. Las Condes es ahora un ghetto como los antiguos leprosarios y debe agradecer a quienes se atreven a cruzar sus fronteras para ayudar a que siga funcionando.

Hoy hay que dar más valor a la solidaridad, hoy nos debemos cuidar y encerrar no sólo por temor a lo que nos pueda pasar sino también por lo que podemos causar. Esta enfermedad debería ser una lección de valores más importantes que el poder o el éxito. Quienes puedan hacerlo, deberían dar la ayuda o apoyo a quienes lo están pasando mal. He visto mucha gente luchando para poder mantener el empleo a quienes trabajan para ellos, mi esperanza es que sean muchos más quienes lo hagan. Cada uno de nosotros debemos ver a qué renunciamos para que otros puedan seguir viviendo. Cada uno de nosotros deberá hacer sacrificios para buscar el “bien común” por sobre el beneficio particular.

Hay muchos que no lo han entendido así, hay quienes usan cualquier subterfugio o medio para no perder sus privilegios de estatus, de recursos, de desplazamiento o descanso; ellos son condenables porque se ríen de quienes están haciendo sus mayores esfuerzos para que todos estemos mejor. Son malos no por no respetar una cuarentena que, para ellos, puede parecer exagerada, lo son porque anteponen el yo al nosotros, porque no son capaces de ver que, a veces, el beneficio personal puede ser el perjuicio para la mayoría.

Son EGOÍSTAS con los que no se puede construir una sociedad justa para todos, no importa si son ricos o pobres, de derecha o izquierda, empresarios o sindicalistas; son gente capaz de “sentarse en la diferencia” y no querer ver al del lado; son los que van a abusar de cualquier sistema que exista porque sólo les importan ellos y lo suyo. Y malos y egoístas serán quienes, cuando termine esta crisis sanitaria (que puede durar meses, pero va a terminar en algún momento), vuelvan a enfrascarse en las luchas pequeñas, ideologizadas, obstruccionistas. Quienes quieran imponer su punto de vista particular y estrecho, que defiendan ventajas o privilegios que sólo a ellos benefician, que se atribuyan la “voz de la calle” para justificar sus ideologías o que se cieguen en buscar uno u otro “modelo” sin buscar los consensos que resuelvan razonablemente los problemas reales.

Hace seis meses, todo era “normal”. Una normalidad que era ilusoria. Una normalidad a la que nunca más vamos a volver.

Ojalá que las lecciones se hayan aprendido y lo que reconstruyamos sea mejor. Mejor para todos.

 

PNB, Abril 2020