UN PUMA RESPONSABLE

Muy alto en las laderas del monte Sarmiento, vivía una pareja de pumas. Eran pumas jóvenes y por primera vez estaban esperando que nacieran sus cachorros. Desde que estaban juntos, habían pasado mucho tiempo disfrutando recorrer la montaña y ya se habían convertido en un gran equipo de caza. Eran tan felices que, después de un tiempo habían decidido que ya era hora de formar una familia.

Durante todo el verano buscaron un lugar perfecto para criar. Un buen refugio en una roca elevada pero que miraba hacia un valle de bosques y que tenía un pequeño río que lo atravesaba. Durante toda la primavera y el verano pastaban grandes grupos de ciervos y en los pantanos que formaba el riachuelo se alimentaban los alces. Era el lugar perfecto para que nacieran los cachorros: comida abundante, agua para beber y las rocas para refugio y descanso.

Construyeron juntos una madriguera y dedicaron mucho tiempo a alimentarse para juntar fuerzas para en invierno en que se produciría la espera. Durante la estación fría, en que los ciervos emigraban hacia lugares más cálidos en el sur, se mantuvieron cazando presas más pequeñas. A medida que la hembra se iba poniendo más pesada con el embarazo, el macho asumió la mayor parte del trabajo y muchas veces salía sólo al bosque para llevarle algo de comer a su pareja.

A principios de la primavera, tuvieron una camada de tres hermosos  cachorritos. Al nacer eran muy pequeños, casi ciegos y con un precioso pelaje manchado. La hembra se pasaba todo el día cuidándolos y amamantándolos. El macho salía cada mañana a cazar y muchas veces se pasaba largas horas solitario acechando a sus presas. Cada tarde volvía al refugio portando las partes más sabrosas de comida para dárselas a la joven madre y mientras ella comía, jugaba suavemente con sus pequeños gatitos.

A medida que los hijos iban creciendo, cada uno de ellos empezó a mostrar su propia personalidad. El primero que había nacido era un macho; él siempre trataba de hacer valer sus derechos de hermano mayor. Era el primero en llegar a tomar la leche de su madre; cuando cualquiera de ellos encontraba algo con lo que jugar, él trataba de ganar en el juego; quería ser el mejor cazador, el más grande y el más fuerte de la camada. Después había nacido su hermana, una preciosa gatita de grandes ojos color ámbar, muy coqueta y femenina pero que no tenía problemas en poner en su lugar a sus hermanos cuando ellos se ponían muy bruscos en los juegos o trataban de quedarse con la mejor comida. El tercero del grupo era otro macho, por lejos el más astuto de la familia y también el más molestoso. Él era un regalón empedernido de su madre y sabía cómo hacer que su hermano cayera en sus trampas y quedarse con los juguetes o que su hermana se enterneciera con él y le prestara sus cosas o lo dejara mamar primero.

Los pequeños pumitas fueron creciendo y mientras el padre estaba de caza, salían con su madre a recorrer un terreno cada vez más amplio en torno a la guarida. Poco a poco, fueron descubriendo el mundo y con mucha paciencia su madre les iba enseñando los trucos que les servirían para que cuando fueran adultos se convirtiera en grandes cazadores. En los cálidos días del fin de la primavera y del verano, se pasaban mucho tiempo jugando, acechándose entre ellos o tratando de capturar alguna mariposa o bichito que tenía la mala suerte de posarse cerca de donde ellos estaban escondidos.

Un día, cuando ya habían pasado lo meses necesarios para el destete, la puma hembra le pidió a su marido si podía quedarse cuidando a los niños mientras ella salía a cazar. Tantos meses de crianza, atenta todo el tiempo a esos tres pumitas que siempre estaban metiéndose en enredos o pidiéndole algo, la tenían muy cansada y añoraba el tiempo en que podía pasarse todo un día sólo preocupada de acechar alguna presa o a dormir en la rama de algún árbol cómodo. Ella quería poder alejarse de todo por un buen rato y recuperar así algo de sus habilidades para el día en que sus hijos ya estuvieran grandes y tomaran sus propios caminos.

Con el macho acordaron que un día a la semana sería totalmente de ella y él se quedaría a cargo de la familia. Así el padre podría también estar más rato con los niños y compartiendo los juegos, enseñarles todos sus trucos de cazador.

A la tercera o cuarta vez que la madre salió sola, se desató una fuerte tempestad de verano. Grandes truenos y brillantes relámpagos llenaban un cielo tapado de nubes negras. De vez en cuando, un rayo poderoso bajaba hacia los bosques y ahí donde caía los árboles secos se prendían como yesca.

            El puma y sus hijos, refugiados en una pequeña cueva del monte, temblaban asustados por esta naturaleza que mostraba tal potencia que ellos, fieros cazadores, se sentían como el más débil ratón de la pradera.

            Como estas tormentas son tan cortas como violentas, muy pronto volvió la calma y salió el sol. Sin embargo, aunque los incendios se apagaron con las últimas lluvias, muchas zonas boscosas habían quedado devastadas por el fuego. Los ríos y vertientes cargados de agua produjeron derrumbes de tierra y grandes zonas estaban inundadas.

            Lo más grave es que la madre de los pumitas no regresaba. Al principio todos pensaban que con todo el alboroto debía haberse escondido y que volvería cuando las cosas se calmaran. Pero pasaban los días y no tenían noticias de ella.

            El macho le pidió a unas águilas que anidaban cerca que por favor aprovecharan sus vuelos y su gran vista para buscarla, pero todo era inútil. No había ningún rastro de ella. Él estaba dividido entre salir a buscar a su querida esposa y la responsabilidad de proteger a sus cachorros ya que ellos, aunque ya no necesitaban leche, no eran capaces de alimentarse, ni menos, protegerse solos.

            Así fue pasando el verano y el puma se fue tragando su tristeza para asumir el papel de la hembra en el cuidado y educación de los pequeños. De a poco les fue enseñando a cazar y a medida que ellos crecían fueron transformándose en un excelente equipo. Él aprendió a darse cuenta que cada uno tenía sus propios atributos y la astucia del menor, la atención de su hija y la fuerza del mayor, sumados a su experiencia hacían que la caza y el acecho se convirtieran en un trabajo de todos que les daba grandes resultados.

            Por todo el bosque se supo de esta familia de pumas que cazaban como lobos y que gracias a la responsabilidad de ese macho que había asumido una tarea que no era la habitual, eran los más exitosos de su especie.

            Con el tiempo los niños fueron tomando sus propios caminos. Conocieron a otros pumas y construyeron sus propias familias. Pero cada vez que se necesitaba alimento, este grupo, con el aporte de los nuevos integrantes, se juntaban para la caza y formaban el equipo más éxitos y unido de todos los que vivían en las laderas del Mc Kinley.

 

PNB