DIECIOCHO DE SEPTIEMBRE

Aunque han pasado unos días, pienso que no es demasiado tarde para estos recuerdos…
A pesar de que somos una ciudad de mar, al menos una vez en el año los pescados, las empanadas fritas de camarón-queso, el chupe generoso de locos y el pastel de jaiba, quedaban relegados a los disidentes y defensores de la salud. El chardonay helado se cambiaba por un buen tinto chambreado y las cervezas y piscolas se enseñoreaban alrededor de la parrilla. Asados, empanadas y choripanes, calentándose sobre las brasas blanquecinas, eran condición necesaria para celebrar las Fiestas Patrias.
Nuestra patria, nacida en una primavera de principios del siglo XIX, nos regala con la fiesta de su cumpleaños. El cielo se llena de esos rombos multicolores que bailan al ritmo de un buen surazo y llenan el paisaje de celeste y blanco con cientos flores ancladas a las manos de niños y adultos, que juegan a controlar los caprichos del viento, tratando de cortar le hilo de quien ose desafiarlos.
En las zonas más acampadas, los partidos de fútbol dan paso a los juegos tradicionales. Las carreras de los niños por atrapar un chanchito engrasado se juntan a los afanes por subir una encebada vara de eucaliptus o mostrar las destrezas de jinetes y caballos para alcanzar un ganso o saltar sobre fardos de pasto y frenar en seco, sentando las bestias en sus patas traseras.
Ya caída la noche, empiezan las celebraciones para los más grandes. La música de cuecas y cumbias sale igual desde los parlantes de la humilde Quinta de Recreo o de los amplificadores de la Ramada Oficial.
En Viña, ésta siempre estuvo en Sausalito, pegada al estadio donde sufrimos y celebramos al Everton. Todos los años la inauguraba el alcalde, quién se sometía sumiso a los revoloteos de alguna “China” que lo obligaba a demostrar si había logrado sacar algún provecho del tiempo robado a su trabajo para tomar esas clases de cueca que esperaba le permitieran hacer el menor ridículo posible ante el público, las cámaras del canal 4 y los periodistas de El Mercurio o La Estrella.
Terminada la ceremonia oficial, el público salía a la pista para moverse al ritmo del Galeón Español o descubrir qué sería lo que quería el negro (papalapapiri coípi). Los más valientes se atrevían con los tres pies de cueca, al ritmo de guitarras, tormentos y acordeones. Anticuchos y empanadas (con más cebolla que carne), bien regadas de pipeño y pilsener, para engañar la tripa. El curadito que dormía en algún rincón, arrumbado ahí por sus amigos hasta que se le pasara “la mona”. A veces, en un rincón por un trago o en la pista por algún coqueteo, partía alguna pelea de esas en que eran más los combos al aire que los que llegaban a destino y que terminaban en el típico “¡agárrenme, que lo mato!”.
Para los que lográbamos conseguir auto, una visita obligada era la fonda de los bomberos en Limache, en el Limache “viejo” y ahí detrás de la iglesia de la Virgen de las 40 horas. En la pista y en las mesas nos juntábamos viñamarinos, chacareros del tomate limachino y algunos amigos que se arrancaban de Quillota para poder celebrar tranquilos, lejos de parientes y conocidos. Era una ramada más simple, más de campo, con más cuecas con arpa y menos cumbias y en que junto a los autos era común encontrar los caballos de huasos de chamanto y espuela. Chinas de trenzas y vestido floreado bailaban lado a lado con jóvenes de parka Nevada y Yellow Boots. Agricultores de pelo negro engominado compartían con “gringos” colorines y rubios.
En medio de todos estos festejos, estaban también las paradas por el día del ejército. En los pueblos más chicos, los encargados eran Carabineros y Bomberos; en Viña y Valparaíso, el desfile era en el parque Alejo Barrios, ahí entre el estadio de Playa Ancha donde jugaba el Wanderers y el Pedagógico. Acogidos por los aromas ahumados de las parrillas de los puestos de comida, las familias se apretaban para ver el encajonar de las bandas y el paso marcial de las tropas de Maipo y la marinería. Como era habitual, el cierre lo daba el cacho de chica, regalado al intendente y alcaldes por los huasos del regimiento Santiago Bueras.
Ya pasados estos días de festejos, muy bien aprovechados por los estudiantes gracias a las vacaciones de colegios y universidades, las cosas se calmaban un poco y los fiesteros debían esperar hasta el fin de semana siguiente para los últimos tragos, bailes y comilonas del “18 chico” en que los fonderos aprovechaban de liquidar las últimas existencias de empanadas y fierritos, de vaciar las pipas de chicha rubia y vender los últimos jarros de pipeño, para así salvar lo que no hubieran podido ganar en los días que hubiera caído la tradicional lluvia dieciochera.
Puede que esta celebración no fuera muy distinta de la de cientos de pueblos y ciudades de provincia, pero quizás por el hecho de ser, como dice su nombre, una ciudad de costa con pasado de campo, para Viña del Mar, el “18” era una fecha notable y que nuevamente reunía en esos pocos lugares de festejo a todos sus habitantes, alejándolos de las playas y caletas para volver a acercarlos al pasado agrícola de nuestra patria.
PNB