EL FESTIVAL DESDE LA GALUCHA

Lo que hoy es un mega-evento televisivo, en un lugar sofisticado rodeado de columnas y con un escenario lleno de efectos especiales, era en nuestra época algo mucho más simple, no tanto por el nivel del espectáculo sino por la forma en que íbamos a verlo.

Todo comenzaba con el organizarse en un grupo grande para conseguir entradas para la galucha. Varios días antes, algún par de sacrificados y serviciales, partían a hacer la cola, que a veces llegaba hasta el lado de la parroquia, para conseguir las preciadas entradas. Eran unos rectángulos de buen papel couché, con un colorido distinto para cada día y protagonizado por la querida Gaviota. Recuerdo que el único año en que fueron más simples, fue en el que se quemó el edificio de la tesorería comunal, ahí en 4 Norte con Libertad y en el que entre los escombros muchos niños fuimos a escarbar entre los papeles quemados buscando las entradas chamuscadas alguna que estuviera razonablemente entera, con la fantasía de que sirviera para el próximo febrero.

Ya con las entradas en la mano y poco después del almuerzo, partía el grupo armado de mantas y parkas (para aguantar el frío de la noche veraniega de la costa), muy temprano para tratar de buscar una ubicación que fuera buena y permitiera que nos sentáramos juntos. Nuevamente había que hacer una cola esperando que abrieran las puertas. Después una carrera desenfrenada por los jardines de la Quinta Vergara, pasando por varios controles que filtraban a los colados, hasta llegar a esas escaleras estrechas e interminables que nos llevaban a las graderías de cemento y con un par de tablones verdes e iniciar las horas de espera hasta el inicio del show.

Durante la tarde, mientras la galería se iba poblando, empezaban a salir de los bolsos los paquetes de galletas y comenzaba el paseo de los vendedores “autorizados”. Al llamado de “Chocolate, maní, barquillos”, con las bandejas de cholgúan  al hombro eran un cruce de contorsionista, acróbata y andinista, que recorrían de arriba abajo luchando por pasar entre la gente, vender y dar vuelto, defender la mercadería y no morir en el intento. Estaban también esos personajes, con espaldas de fierro para compensar el peso de esos termos plateados y gigantes, que escalaban al grito de “¡¡¡RICAFEEEEEÉ!!!” y nos vendían esa mezcla tibia y dulce, auspiciada por Nescafé, y que era un boom a esas horas en que caía el sol, bajaba la temperatura y nos asaltaba el cansancio.

Todo esto ocurría durante esa larga y acalorada tarde de espera, sentados sobre las mantas para soportar las bancas duras y en la que, de tiempo en tiempo, volaba un cojín, un peluche o una pelota, saltando de arriba abajo y a todo lo ancho y servía para combatir un poco el aburrimiento. Eran las horas para contar chistes malos, para que los pololos se acurrucaran, para que algunos se tomaran una interrumpida siesta o surgieran, espontáneamente, cantitos como “¡el que no salta, es momio!”. Incluso podía aflorar alguna guitarra que cantaba a Silvio, al Aprendizaje de Sui Generis, a Gatti y sus inmortales (un tanto lateros y trillados) “Momentos”, a Giecco sólo pidiéndole a Dios o a la eterna Mercedes.

Con la caída de la noche, aumentaba el nerviosismo anticipando el inicio de la jornada festivalera. Empezaban a llegar los de la platea y el palco, aparecían periodistas para tomarle el pulso al “Monstruo” y los atrasados buscaban un lugar entre los eucaliptos de la altura afirmándose precariamente entre los troncos y la pendiente del cerro. Desde la distancia se alcanzaban a divisar los famosos invitados, arreglados como para un evento luciendo sus mejores tenidas de última moda.

Las pruebas de sonido rompían la monotonía y algún músico considerado hacía un pequeño acto para nosotros. Vodánovich, de civil hacía alguna aparición y nos saludaba acompañado de la “coanimadora” de turno.

Hasta que, puntualmente a las 9, horario marcado para la tele, se encendían las luces, sonaba la tradicional fanfarria de inicio y se oía esa voz grave y su típico “Señoras y señores, ¡Viña tiene FESTIVAL!”. Los animadores salían ataviados de traje de alpaca y vestido largo y la espera terminaba.

Ahí empezaban los bailes, las chiflas a los jurados pesados y humoristas fomes, el aburrimiento de la competencia folclórica y la euforia con los artistas conocidos. Los desmayos de las “fans” y el saludo del alcalde. Antes de Gaviotas de Oro y celulares encendidos, el premio eran las antorchas, improvisadas con cualquier trozo de papel y el canto espontáneo acompañando los últimos éxitos escuchados en la radio; diez mil personas cantando tu canción debe haber sido una experiencia increíble para quien había creado alguna canción.

Después de 5 o 6 días de esto, llegaba la noche final de premiaciones y gaviotas y el cierre de festival. Esto era para nosotros el símbolo del final del verano, los santiaguinos y mendocinos retornaban a sus ciudades y nosotros empezábamos a pensar en libros y cuadernos, en uniformes y lápices, en la espera del inicio de clases en colegios y universidades.

Alguna vez fui con mis padres a la platea, donde el show se veía mucho mejor, pero sin el sabor de ver el festival desde la GALUCHA.

 

PNB