LOS JUEGOS DEL ESTERO

Ahora que ya llegó el VERANO, no puedo dejar de acordarme de ese lugar mágico que se instalaba en nuestro "querido" estero.

Cuando era niño, cada verano llegaba algo que me llenaba de ilusión. En el estero, al lado del Puente Limache, ahí cerca del mercado, se instalaban los juegos.

            La llegada era un gran evento. Se veía aparecer los camiones cargados de estructuras metálicas y carpas. Poco a poco se iban levantando las atracciones y todos esperábamos ansiosos el día en que se inauguraban.

            Era un despliegue de ruedas de chicago, carruseles y barquitos. La atracción máxima era el tobogán, un resfalín gigante de onduladas bajadas en franjas de colores por la que hacíamos largas colas para subir por esas estrechas escaleras para recibir un saco papero para sentarse y deslizarse hacia abajo. Para nosotros era una sensación como de volar, saltando en cada lomo hasta llegar a la base en que salías y devolvía el saco. Todo duraba unos pocos segundos, pero la emoción justificaba la espera. Los más choros se acostaban de guata y estaban dispuestos a soportar el reto de los guardias por el hecho de lucir su valentía.

            Más allá del tobogán, estaban los puestos de churros, cabritas y papas. Las manzanas confitadas, los algodones dulces y los paragüitas de caramelo. Una de las cosas buenas de ir a los juegos era que nos dejaban comer y tomar todo tipo de dulces y bebidas. Saborear una Bilz y quedar embetunados de azúcar era parte importante del atractivo.

            Aparte de los juegos para niños, estaban las carpas de las loterías y otros entretenimientos de grandes. Por un parlante carreteado, se escuchaban a los animadores anunciando sus concursos: ¡Se va el loto, premio una botella de Cinzano a carrrtón completo!  O cantar los números en esa forma tan peculiar de nuestra gente: ¡Solito el cinco! ¡Veintidós, un par de tontos! ¡Sesenta y nueve, el peligroso!

            Cuando caía la tarde, todo se llenaba de luces. En la rueda se dibujaba una estrella de tubos fluorescentes pintados. Guirnaldas de ampolletas de colores se encendían a todo lo largo y ancho. El tobogán nos parecía un rascacielos iluminado.

Era un mundo mágico al que llegaban todos. Mezclados en las filas de los juegos o sentados en los mesones de las loterías podías encontrar obreros y gerentes, profesionales y analfabetos, alumnos de colegios y escuelas. Porque como la ciudad era chica y los entretenimientos pocos, el evento de los juegos del estero nos convocaba a todos.

Recuerdo haber pasado días enteros esperando a que mi padre llegara de la oficina para cumplir la promesa de llevarnos. Esa caminata de varias cuadras, todas las emociones de la tarde y la vuelta por las calles, ya oscuro, cansados y felices, conversando y reviviendo todo lo que habíamos hecho y comido, eran como volver a vivir una navidad cuando recién había pasado la otra. Podía ser un entretenimiento simple y provinciano, pero para nosotros los niños, la llegada de los juegos del estero era un gran evento que esperábamos todo el año.

PNB 2012