OLMUÉ Y LIMACHE

Siguendo con las crónicas del verano de los Viñamarinos, les entrego un recuerdo de esos lugares que fueron hitos importantes de mi niñez y juventud.

Dos lugares que para muchos de nosotros tienen un especial encanto en la memoria son Olmué y Limache. Casi no hay nadie de nuestra generación que no haya estado ahí. Paseos de curso, un asado con los amigos, vacaciones de verano o un simple almuerzo en El Copihue eran eventos cotidianos y habituales.

Para mí, que la casa de la Av. Adolfo Eastman 1395 fue el lugar de largos veraneos desde muy niño, el paseo de la tarde a la plaza, con los helados del Venecia (especialmente el de lúcuma) y los taca-taca con esas fichas redondas con un sacado (que todos tratábamos de lograr usar más de una vez) son recuerdos imborrables y que todavía salen en las conversaciones cuando dos o más nos juntamos.

O los caballos de la otra plaza, que siempre había que patear para que anduvieran a un tranco terriblemente lento para subir por las calles de tierra en las que recién estaban empezando a aparecer casas más nuevas. Pero justo en el momento en que dabas la vuelta el ritmo cambiaba y el problema era frenarlos para que no salieran corriendo casi desbocados en su afán de volver a descansar amarrados hasta que otro los arrendara.

Era un Olmué mucho más tranquilo y simple, sin supermercados ni ciber-cafés. Un almacén de pueblo en la esquina nos proveía de las cosas esenciales, la fruta y la verdura en algún negocio en el que su dueño te conocía de nombre y tenía una libreta para anotar los Chocolitos y los Lolly Pop que los más jóvenes no podíamos pagar. Y en los fines de semana, no podía faltar un kuchen de El Copihue. Si querías algo más “sofisticado”, había que ir a Limache, al de la estación, con su Avenida Urmeneta y su túnel de plátanos orientales. O a comprar las empanadas del Rancho Carolina en el camino entre los dos pueblos.

Tantos veranos en que el Festival del Huaso era el evento principal. Entrábamos por un callejón al lado de la iglesia y siempre podías encontrar entradas. No era un evento televisivo nacional con grandes “figuras” en la animación. A lo más el canal 4 (UCV) mandaba sus cámaras para que quedara registrado y transmitirlo en la red local. Era un festival íntimo, nuestro.

Podías irte en bicicleta sin que los autos te mataran (sólo había que tener cuidado con las micros, especialmente las rojas del “terror del pacífico”) o caminar desde tu casa sin que te asaltaran para comprar neoprén o pasta base. A lo más te cruzabas con algún curadito durmiendo su mona en una esquina.

Cuando más grandes, nunca faltó el que prestara su casa para hacer un asado y mejor aún si tenía piscina.

Aunque tan cerca de Viña, cuando cruzabas esa última cuesta después de Peña Blanca y mirabas el valle de Limache y Olmué, ya sentías que como que la costa y el mar habían quedado a miles de kilómetros de distancia. Era entrar al campo de veranos calientes e inviernos lluviosos. De lecheros en carreta y tomates recién cosechados. De duraznos blanquillos y manzanas con gusto a manzana. De estero con olor a lama. De calles de tierra y arados con caballos. Eran tierras de “haigas” y “dentros”. De parrones con uvas y pisos con olor a cera. De abejas, no chaquetas amarillas.

Olmué y Limache fueron parte importante de nuestra niñez y juventud. Fueron refugio de primeros amores. De paseos de curso y asados de familia.

Fueron los primeros “dieciochos” en la ramada de los bomberos.

Fueron lugares en los que fuimos felices con cosas simples.

 

PNB