A LA FISA

Todos los años, por allá por fines de los 70 y poco antes de la llegada del verano, había un evento santiaguino pero que producía una revolución entre nosotros… LA FISA.

Esta feria, que originalmente había partido como una feria de ganado y elementos agrícolas, se había transformado, en esos años, en un evento en que los países y las grandes compañías internacionales venían a exponer lo mejor de su tecnología y productos para este país que, aunque perdido en el concho de Sudamérica, estaba en un proceso de abrirse al comercio mundial.

Todo esto podía ser muy relevante para la economía y las empresas de Chile, pero la verdad es que para el ciudadano de a pie (o sea nosotros) la Fisa era un fenómeno casi místico donde uno podía ver o comprar cosas increíbles que sólo habíamos conocido por referencias de quienes habían salido de viaje o comprado una revista extranjera.

El día partía temprano. En la mano un pasaje, comprado días antes, en la oficina de Verschae ahí al lado de la bomba de Salinas. En el lugar de salida, una fila de buses azules con la flecha amarilla, con un número de cartón pegado en el parabrisas y cientos de personas de toda edad, tipo y circunstancia buscando el que les correspondía para este viaje al paraíso de las compras y la tortura de los catálogos.

En el viaje, tratar de recuperar el sueño perdido con el madrugón para estar en condiciones de afrontar todo un día de caminata lenta bajo ese sol implacable y el calor de Santiago. Porque para nosotros, acostumbrados a ese clima costero en que desde septiembre el viento sur atenuaba la temperatura que subía en esa primavera que se acababa, ese calor seco y potente de Santiago era casi insoportable.

Y llegábamos al Camino a Melipilla, frente al, todavía funcional, aeropuerto de Cerrillos. Había que tomar debida nota del lugar y número del bus; escuchar la hora de salida. Apurarse a comprar la entrada y esperar en la fila hasta pasar por la taquilla y entrar a ese recinto inmenso, lleno de camiones y maquinarias, de inmensos galpones que mostraban las banderas de los países participantes, de los últimos modelos de autos, de cientos de cosas a las que no estábamos acostumbrados a ver.

Tratar de ponerse de acuerdo con el grupo para saber quién tenía los mejores datos de las cosas que se vendían y a fijar un punto y hora donde encontrarse si nos separábamos.

Y partir a recorrer, con los billetes bien guardados en el bolsillo del pantalón porque ni existían tarjetas ni menos cajeros automáticos. Los más ansiosos (y menos planificados) partían raudos a los stands de USA, Inglaterra o Japón donde siempre habían cosas diferentes para comprar; es verdad que podías elegir mejor pero debías estar dispuesto a soportar un día entero de caminata bajo en sol cargado de cosas que empezaban a ser menos entretenidas a medida que aumentaba el cansancio. Los más “tuercas” se extasiaban mirando miles de distintos de modelos de autos de marcas tan raras como Datsun, Toyota, Suzuki o Mitsubishi, con esos pequeños autos “japoneses” que los más tradicionales calificaban de fabricados con “papel de chocolate” y que no podrían resistir, como un buen Ford o Chevrolet, un choque sin quedar arrugados como “billete del pan”.  Estaban también los tradicionales Mercedes, que todos miraban como un sueño, una aspiración, un símbolo de “éxito” en un país en que empezaban a aparecer fortunas que no estaban vinculadas a algún apellido “vinoso” o con muchas erres; nunca faltaba el “viajado” que comentaba que en Europa hasta los taxis eran Mercedes. Estaban también las marcas francesas: Citroën con sus autos que podían seguir andando con un neumático menos y sus tableros sin agujas; los Renault que mostraban que eran mucho más que la conocida “Renoleta”; Peugeot y sus autos con números que crecían año a año y que sólo un entendido podía decodificar si eran más grandes (por el dígito final) o más nuevos (por el inicial).

Habíamos otros que nos maravillábamos con las máquinas y tractores, gigantes de Caterpillar o llenos de piezas como los verdes John Deere. O con los grandes camiones Mack, M.A.N, International o los monstruos mineros, tan distintos del típico Ford 7000 que, medio chuecos como caballos corraleros, te encontrabas en la carretera, a paso de tortuga y con una larga cola de autos atrás, tratando infructuosamente de pasarlos en esos caminos de una pista por lado. Estaban también los buses, de asientos acolchados y reclinables, con televisión y aire acondicionado, igualitos a los carreteados Chauson beige con que Andes Mar Bus llegaba traqueteando a Santiago o a las CATA para cruzar la cordillera hacia Mendoza.

Incluso, apartada en un rincón como pidiendo disculpas por lo modesta, estaba la feria agrícola original con una impresionante exhibición de animales de concurso. Inmensos toros de raza, caballos de todo tipo, ovejas merino y cerdos gigantescos acompañaban a tractores, trilladoras y arados.

Después de todos estos recorridos y cargados de una infinidad de catálogos inútiles, llegábamos sedientos y con un hambre leonina a tratar de conseguir un asiento en el München. Aunque el presupuesto sólo daba para un hot-dog completo, con chucrut, mayonesa y tomate (sin siquiera pagar la palta adicional) y una bebida, mirábamos pasar los platos con perniles, gordas o chuletas y los schops de medio litro.

Ya repuestos y con el apetito saciado, empezaba la parte comercial del recorrido. En el stand de USA conocimos por primera vez los M&M, amarillos con maní o café sólo de chocolate, comimos las primeras barras de Snickers o Milky Way; compramos cigarrillos Marlboro o, como en mi caso, conseguimos el primer sombrero de una colección que hoy pasa de los 100. No hay que olvidarse de las famosas y peligrosas Pelotas Saltarinas (artilugios asesinos de dientes) que fueron “la novedad del año” y que muschos aspiraban a tener como regalo en la pascua que se acercaba. Inglaterra nos ofrecía chocolates Cadbury’s y esos tarros de 50 John Player Special o las cajetillas planas de Dunhill o Rothman’s y botellas de Whisky. Cada uno podía encontrar esas cosas que quería y podía comprar. Era ser un poco menos provincianos y aunque solo fuera un poco, rozarse con ese primer mundo al que el país estaba tratando de conectarse.

A las 5PM, agotados, acalorados y transpirados, empezábamos la procesión hacia los buses. Entre confusiones de número y tratando de deshacernos de las cosas inútiles que habíamos juntado, llegábamos al ansiado asiento. Siempre había que esperar al que se había volado con la hora y que llegaba tarde entre pifias y tallas.

Se encendía el motor y recorriendo calles desconocidas para nosotros llegábamos a la ruta 68 y al camino de vuelta a la casa, a las playas y nieblas que conocíamos, de vuelta a Viña. A esperar el próximo año para ver que nueva maravillas nos traería,en el año siguiente, una nueva FISA.

PNB 2014