UN CIERVO PRETENCIOSO

Hace algunos años, en las praderas de Alaska, vivía una manada de ciervos rojos. Como es costumbre entre ellos, sólo los ciervos de gran cornamenta son los que podían ganar las competencias y así, tener hijos con las hembras. La cornamenta les crece todas las primaveras y cada año, los ciervos dominantes desarrollan sus cuernos un poco más, hasta llegar a tener muchas ramas y puntas. Junto con la mayor cornamenta, los machos van desarrollando los músculos del cuello para sostener el mayor peso y tener más fuerza en los combates por conseguir pareja.

            En nuestra manada, vivía un joven ciervo que por su juventud sólo tenía unos cuernos pequeños. Con esto, sólo podía competir con los otros ciervos de su edad, pero no tenía ninguna posibilidad de combatir con los machos más viejos y poderosos.

            Sin embargo, nuestro ciervo tenía grandes ambiciones. Él quería ser un macho dominante pero no quería esperar todos los años que le permitieran serlo. ¡Quería ser poderoso ya! Y si lograba tener una mejor cornamenta podría tener hijos con las hembras.

            Para sentirse poderoso, le gustaba desafiar a ciervos más jóvenes que él y así ganar los combates y, según él eso lo haría más temido por sus pares y más admirado por las ciervas jóvenes. El problema era que, con estos combates, sólo crecía su fama de matón. Tanto los otros ciervos de su edad como los más viejos, consideraban que con esa actitud no mostraba la sabiduría necesaria para llegar a ser alguien importante en la manada. Este problema lo fue, poco a poco, convirtiendo en un personaje a quien nadie quería ni respetaba.

            Todos los días los pasaba solo, pastando apartado de la manada y veía que los que eran sus amigos y maestros se iban alejando de él y que cada vez que se acercaba, ellos rodeaban a los más jóvenes para que él no los molestara. Además, el estar alejado lo ponía en mayor riesgo de ser atacado por los lobos y osos que cazaban por los alrededores.

            Un día, el joven pretencioso decidió irse de la manada. Si nadie lo quería, él tampoco los querría a ellos. Pensaba que nadie era capaz de ver que él era un personaje importante y que un día podría llegar a convertirse en el jefe da la manada. Creía que, con sus ataques a los más jóvenes, no sólo se estaba entrenando para un futuro de grandes triunfos sino que ayudaba a que los ciervos pequeños fueran adquiriendo experiencia para el tiempo en que les tocara a ellos luchar por su lugar.

            Para no correr el riesgo de ser cazado, decidió refugiarse en el bosque. Ahí era más difícil que los lobos se organizaran para capturarlo y con el piso lleno de hojas y ramas los osos harían mucho ruido y él podría escapar corriendo de esos torpes gigantones hambrientos.

            Además, en el invierno, el bosque era un lugar más abrigado del frío y la nieve y como no tenía con quien juntarse en las praderas seguramente moriría de frío.

            Lo que él no había considerado es que los ciervos tienen una razón muy poderosa para vivir en las llanuras. Con una cornamenta que crece un poco más cada año, un lugar lleno de ramas bajas y arbustos se transformaba en un gravo problema, sobre todo cuando en la primavera los árboles también crecían un poco más y ocupaban más espacio.

            Al pasar el tiempo, sus cuernos y músculos fueron cada vez más grandes. Esto lo ponía contento pero también le significaba tener problemas. El bosque era cada vez un lugar más incómodo para estar; sólo podía quedarse en los lugares más abiertos y con eso no solo encontraba menos comida sino que perdía muchas de las ventajas de seguridad que antes tenía.

Por esta razón, decidió volver a las llanuras. Pero no tenía intención de regresar a la manada de la que se había aislado. No quería que su mal ganada fama lo persiguiera por el resto de su vida. Él había entendido los problemas que había causado y sabía que le costaría mucho recuperar la confianza.

Por estar sólo recorriendo los prados, debía estar siempre atento para evitar un ataque. Aunque ya era un animal fuerte y podía defenderse, eso no le garantizaba no ser una presa más fácil para los lobos que un ciervo de manada.

Un día escucho un gran ruido cerca. Eran los aullidos de una manada de lobos y por sus características le indicaban que se estaban preparando para una cacería. Él sabía que el territorio de su antigua manada estaba en esa zona y, aunque avergonzado por su historia, decidió ver si podía hacer algo.

Con mucho cuidado, se fue acercando al origen del sonido. Lo que vio le produjo, al mismo tiempo miedo y rabia. Los lobos estaban apartando del grupo a una pequeña cierva que se había alejado un poco buscando pastos más suculentos. La pobre hembra estaba muy asustada y sus bramidos no eran escuchados por sus parientes. Además se estaba cansando de huir del grupo de cazadores y si paraba sería una presa fácil.

Sin dudar un instante, el joven ciervo decidió ayudar. Corrió rápido hacia la cierva que estaba empezando a quedar rodeada por los lobos. Toda su experiencia en combatir con animales más pequeños le fue de gran ayuda. Con sus ahora poderosos cuernos, atacó decididamente a los agresores más cercanos. Ellos reaccionaron con furia pero al distraerlos, él logró darle a la hembra la posibilidad de escapar.

Tuvo una batalla épica; corneó a algunos, pateó a otros y de a poco y aunque fue recibiendo algunas heridas logró que la manada se fuera retirando y terminara huyendo de él. Se sintió satisfecho de haber hecho algo que lo enorgullecía, pero le preocupó que los daños y el cansancio sufrido lo pusieran aún más en peligro en los días futuros.

Se echó a descansar bajo un matorral y se quedó dormido. Con sus sentidos alertas, sintió que alguien se acercaba. Juntando las pocas fuerzas que le quedaban, se paró decidido a enfrentarse con lo que fuera y aunque perdiera, no entregaría su vida sin luchar.

Lo que vio lo dejó sorprendido. Un grupo de ciervos mayores de su manada, guiados por la cierva pequeña, venían corriendo a su rescate. Ellos sabían que un animal sólo no podía salir bien de una lucha con lobos. Quedaron admirados al encontrarlo cansado pero vivo y relativamente entero.

Le dieron las gracias por su valiente rescate. Aunque conocían lo que había hecho antes, le dijeron que podía regresar a la manada ya que su gran valor más que compensaba sus tonterías juveniles.

Desde esa época, el ciervo aprendió a vivir en comunidad. Nunca más volvió a abusar de alguien más débil y se ganó el respeto de sus pares al ser siempre quién más se preocupaba por la seguridad y aprendizaje de los más pequeños. Con el tiempo, aunque no aspiró a ser el jefe del grupo, se transformó en un miembro importante de la manada y sus hijos y nietos fueron quienes más apreciaron su sabiduría y su gran valor.

PNB