TEMPORAL

En este otoño lluvioso, en que ya en abril tuvimos un temporal que dejó inundadas muchas ciudades, no puedo si no recordar lo que era una lluvia en mi ciudad.

Un buen temporal de viento y lluvia, de esos que barren las calles y dejan la ciudad limpia y reluciente como un vidrio recién lavado, es siempre uno de los fenómenos más apetecibles del otoño o el invierno.

Esa sensación del viento norte que se lleva con él hasta los malos pensamientos de la gente. El techo de las nubes grises, casi negras, amenazantes, te dejan una sensación de humildad frente a una naturaleza que es mucho más grande y fuerte que cualquiera de nosotros. La lluvia que pinta los cerros de nieve y engorda los ríos y esteros con agua turbia y rebelde, que no respeta orillas ni barreras, es un baño que lava lugares y almas.

Viviendo en los contrafuertes de la cordillera central, estas lluvias son algo imponente.

Pero nada puede compararse con el espectáculo grandioso de un temporal en la costa.

Para todos los que tuvimos la suerte de criarnos con ellos, hay pocos recuerdos tan fuertes como el poder contemplar la tempestad que llega desde el horizonte infinito de mar. Ver el mar encrespado de olas que se elevan en melenas blancas de espuma y que rompen como truenos contra las rocas de la orilla o se comen las arenas de la playa. Sentir la mezcla de agua fría del cielo y de sabor a sal. Escuchar el viento rugiendo contra las casas, despeinando las palmeras de Uno Norte, rompiendo los paraguas insolentes que se atreven a desafiarlo, haciendo que las gotas se cuelen por cuellos y empapen bolsillos.

Esas lluvias torrentosas que en unas pocas horas se encargaban de bajar la arena de los cerros para cortar los pretenciosos caminos con que ilusamente habíamos tratado de robarle unos metros de costa para conectar las pequeñas bahías y caletas. Que transformaban los hilos de agua de los esteros de Viña o Reñaca en torrentes que arrastraban todo lo que se les interpusiera y que desbordados llenaban de barro y arena calles, estacionamientos, casas y edificios. Y que, a veces, nos quitaban también a seres queridos o conocidos.

Caminar por las calles mojadas, saltando las pozas que se acumulaban en las esquinas. O cruzar por cualquiera de los puentes viendo correr el agua bajo ellos y luchando contra el viendo que se colaba desde la barra del Marga Marga ya rota por la marejada. Recorrer la Avenida Perú recibiendo cada dos pasos una ducha de las olas que reventaban contra las rocas. Tratar de subir a Recreo por veredas resbaladizas y que podían convertirse en verdaderas cataratas que no respetaban ni a las mejores botas. O por calles en que autos y micros patinaban y hacían esfuerzos por encontrar algún agarre en el pavimento anegado. Y esperar la micro, rogando para que nadie tuviera el descriterio de pasar rápido y te dejara bañado con el agua barrosa acumulada en la orilla entre los adoquines de la calle Quillota y la vereda.

O sentarse a contemplar como el agua golpea contra tu ventana, con el mar color acero que sólo tiene el horizonte de fondo y las nubes que se acumulan contra los cerros. Sin poder concentrase en la prueba de mañana frente a ese espectáculo de la naturaleza.

Sentarse en la sala de clases, sin querer sacarse ni la parka, sabiendo que el recreo también lo pasarás adentro, quizás con una carrera rápida a comprar algo en el kiosko que te deja empapado hasta las rodillas. Esperando no tener ganas de ir al baño, para no tener que sacar las manos de los bolsillos.

Soñar con volver a la casa y que te esperen con un buen café con leche, pan batido con dulce de membrillo o unas exquisitas sopaipillas pasadas. A sacarse el uniforme mojado y poner los zapatos, rellenos de papel de diario para que no se doblen, a secar bajo la Comet.

Escuchar esas gaviotas que vuelan a esconderse del viento en las canchas del Sporting y ver los barcos y botes corriendo a refugiarse en el molo de abrigo, para no arriesgarse a cortar las anclas y transformarse como muchos otros en un espectáculo de fierros golpeados por las olas contra alguna parte de los muros de la costa.

Cuando niños, sentarse a comer planificando el paseo a la nieve de la Cuesta de La Dormida y más grandes a calcular cuando quedaría abierto el camino a Portillo para ir a tratar de caerse lo menos posible en las canchas. Poder pasar el fin de semana con la chimenea encendida, robándole ratos al estudio para sentarse un rato a leer o escuchar algo de música. O juntarse con algún grupo de amigos a compartir unas papas fritas, alguna Coca Cola y esa canción que alguno podía sacarle a la guitarra.

Aunque muchas de estas cosas pudiéramos haberlas compartido con otras ciudades, el fondo majestuoso del mar, el horizonte sin límites de cerros o edificios, el olor salado de la rompiente de las olas, hacían de un temporal viñamarino una experiencia única, que es imposible de olvidar aunque nos hayamos alejado de ella hacen tantos años.

 

PNB